El Viaje

El viaje de ida es de día, pero creo que lo prefiero.

– ¡Mira mamá, cada asiento tiene su tele! ¡Súper!

Me dirán misa, y no dudo que haya madres y padres de niños muy pequeños que crean que ellos van a lograr entretener a sus hijos doce horas seguidas sin ayuda de la tecnología: muy válido. En mi experiencia personal, esas teles han sido una bendición, en casi todos los casos.

Sí, los niños ven varias pelis. Sí. A veces hasta varias veces la misma. Va, lo acepto. ¿Y? ¡Viajo tranquila!

Salvo…cuando el bendito aparato decide apagarse. Así, sin más. Y ahí me tienen (en caso de que viaje sola con los tres, que es lo que casi siempre pasa – mi marido nos alcanza después) picándole a todos los botones posibles e imaginables, tratando por todos los medios de arreglar el desperfecto para que mi angelito pueda regresar a su ocupación favorita (es decir, ver tele (y por una vez, SIN restricciones de horario, WOW, ¿qué más se puede pedir en la vida?)) hasta que después de un rato decido tocar el botoncito ese que tiene una señorita dibujado, para que la azafata venga y resuelva el problema, cosa que en el mejor de los casos sucede…y en el peor…

Mamá acaba sentada el resto del viaje frente a una pantalla sin vida:

a) Viendo de reojo, y sin sonido, películas para niños.

b) Escuchando música.

c) Leyendo.

d) Ninguna de las anteriores.

Más bien se la pasa, o me la paso, porque finalmente la mamá de este cuento soy yo, dormitando y contando los minutos, porque me urge, pero me súper urge, llegar.

Por suerte, como bien dice el dicho, todo lo que sube, baja.

Y mientras eso sucede, los niños y yo vemos maravillados por la ventanilla las luces de la gran ciudad de México, que desde arriba parecen millones de estrellas amarillas flotando en un universo sin fin. Poco a poco el color va cambiando y distinguimos claramente las luces blancas y rojas de los coches. Los edificios de Santa Fe, los de Polanco, el hotel de México (o World Trade Center, como quieran llamarle), las casas, miles y miles de casas.

Todo se ve cada vez más cerca. Cuando menos lo esperamos, el avión finalmente aterriza y nosotros lo que más queremos es salir de ahí a toda prisa.

Pero no somos los únicos.

En cuanto las luces de los cinturones de seguridad se apagan, todos los pasajeros se levantan al mismo tiempo como resortes y empiezan a abrir los compartimentos de arriba y a sacar maletas de mano y objetos personales, pero como no hay espacio, casi se los tiran unos a la cabeza de los otros. Cada vez están más apretados y se empieza a sentir una especie de nerviosismo general que no les cuento, hasta que por fin se abren las puertas del avión.

Como viajo con niños siempre acabo esperando a que todos los que están a mi alrededor salgan despavoridos para:

  1. que mis hijos no sean apachurrados por la muchedumbre y

  2. poder bajar todas mis cosas tranquilamente, sin romper la cabeza de nadie en caso de caída accidental.

Por fin salimos del avión, pero falta lo peor…pasar migración y recoger las maletas.

-Niños, ya sé que están cansados, pero porfa, caminen rápido, nos va a tocar muchísima cola.

Después de caminar por los eternos pasillos del aeropuerto y más o menos tener que jalar a uno que otro niño medio dormido llegamos a migración, y, como bien se imaginan, ya hay un atasque impresionante. Por suerte traemos siempre los pasaportes mexicanos con nosotros y nos formamos directamente en donde dice “Nacionales”. Qué se vea que somos mexicanos.

Después de media hora es nuestro turno.

– ¿Vive usted fuera, señora?

– Si señor, vivo en Francia.

– ¿Y cuánto tiempo se queda?

– Un mes y medio (en el mejor de los casos…).

Después de poner unos sellos, me regresa los pasaportes diciendo:

– Bienvenida a su país.

Nada más de oir esas palabras se me hace un nudo en la garganta, pero no tengo tiempo para sentimentalismos. Todavía faltan las maletas… y la aduana.

-Córranle chicos, rapídito.

Bajamos las escaleras eléctricas y encuentro la banda en dónde, gracias al cielo, ya hay maletas dando vueltas.

Tengo suerte de que mis hijos ya estén “grandes”, o que por lo menos ya no necesiten que los cargue o los lleve en carreola. Cuántas veces pasé por situaciones difíciles esperando maletas…Niños grandes agotados. Niño chiquito en el canguro. Yo agotada. Las maletas que no salen. La carreola que sale al final de todo…Matéo y Paola tirados en el piso dormidos. Yo tratando de jalar la maleta pesadísima mientras cargo a Luca.

Doy las gracias a todos los ángeles de la guarda que me ayudaron en esos momentos.

Ahora sí que están agotados, pero ya logran no dormirse y hasta pueden ayudarme. Uff…

Las maletas salen bastante rápido y nos dirijimos a la última cola de la noche. Mientras nos acercamos a la señorita voy rezándonles a todos los santos para que nos toque verde. Porfa, porfa, porfa, verde…verde…verde…

Le entrego el papel y toco el botón del semáforo. PORFAAAAA……

¡¡¡¡¡VERDE!!!!! No lo puedo creer, ¡¡¡me salió verde!!! ¡¡¡YES!!! Quiero besar a la señorita, pero solo le doy las gracias cuando me dice con su carota de ya estoy harta:

– Pase.

Los niños ya están buscando al abuelito Carlos.

-Ahí está, ma, ¡¡ya lo vi!!

Y sí, ahí, en medio de todo el gentío está mi papá. Mi lindo y amado papá. Su cara de aburrimiento se transforma cuando nos ve. Su sonrisa lo dice todo.

Nos acercamos y nos abraza a los cuatro muy, muy fuerte.

Tenemos que salir rápido de ahí, así es que el abrazo se acorta y nos vamos directamente al estacionamiento. Seguimos a mi papá como zombies. Felices, pero zombies al fin y al cabo. Todo se oye y se ve como en otra dimensión. Traemos los ojos rojos y doloridos.

Nos subimos al coche. Otra cola para salir de ahí. Se me hace rarísimo que mi papá pague en efectivo. En Francia todo se paga con la tarjeta. Dos minutos después de salir del aeropuerto los niños están dormidos. Es de noche y no hay mucho tráfico.

Papá y yo platicamos de todo y de nada.

Avanza por el viaducto y luego de un rato se sale en Alencastre para ir al periférico. En ese instante, me quedo sin habla. Lágrimas se escapan de mis ojos.

Ahí, a lo lejos, en el campo Marte, iluminada en medio de la obscuridad de la noche, ondea en todo su esplendor la bandera de México.

Mi México, Lindo y Querido…

                                 – – – – – – – – – – –

La actual bandera de los Estados Unidos Mexicanos fue adoptada desde el 16 de septiembre de 1968, está segmentada en tres partes iguales cada una de un color distinto (verde, blanco y rojo) y con el escudo de armas de México en el centro de la franja blanca.

Es uno de los símbolos patrios más significativos de esta nación, su día se celebra el 24 de febrero.

Su forma está definida en el artículo 3 de la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales.

ARTÍCULO 3o.-La Bandera Nacional consiste en un rectángulo dividido en tres franjas verticales de medidas idénticas, con los colores en el siguiente orden a partir del asta: verde, blanco y rojo. En la franja blanca y al centro, tiene el Escudo Nacional, con un diámetro de tres cuartas partes del ancho de dicha franja. La proporción entre anchura y longitud de la bandera, es de cuatro a siete. Podrá llevar un lazo o corbata de los mismos colores, al pie de la moharra (se le llama moharra al hierro del asta de la bandera).

vista-polanco1

Dos de Febrero

Ocho en punto.

Te oigo a lo lejos, mi amado, eres tú. Te reconocería entre mil millones. Oigo tu canto melodioso. Salgo corriendo a la calle para esperarte. No te me escapas. Esta vez no.

Tu perfume se acerca lentamente, volviéndome loca de desesperación. Sin pensarlo dos veces, corro a tu encuentro. No puedo más amor mío. Tengo demasiadas ganas de ti. Aquí mismo. Acerco mis manos hacía ti y así, sin más, empiezo a desvestirte. Sin pudor.

La calentura es tal que parece que mis dedos tocaran un volcán en erupción. Así me gusta…entre más caliente estés, mejor. Acerco mis labios y, quisiera besarte, pero no puedo. Ahí, en lo más suavecito de tu cuerpo, sin pedir permiso, te muerdo. Con todos mis dientes.

– Bueno… Don Paco, ¡esto es el paraíso! Cada vez le salen mejor los tamales. Deme otros cuatro para llevar, ¿si? Dos de mole y dos verdes. No, mejor tres. Y tres de dulce. Ya lo extrañaba. ¿A dónde se había metido? Hacía varios días que no venía…

No, porque qué pensaban bola de mal pensados… ¿qué así como así iba a encuerar a mi hombre a media calle? No es que a veces no se me antoje, pero tengo mis principios…

Más que principios, tengo vecinos… Y bien metiches.

O más bien tenía. Porque me hubiera encantado que esta escena que les acabo de contar pasara el día de hoy…pero no. Pasó hace muchos, (a veces parecen demasiados, si me preguntan…) años. Cuando vivía en la Ciudad de México. Y para ser exactos, no exactamente en la Ciudad de México, sino en el Estado de México. En Echegaray, más bien dicho. Fray Antonio Marchena # 81, teléfono 5-60-75-56 (les digo mi teléfono porque todavía mi acuerdo…en esa época todavía se aprendía uno su teléfono de memoria…).

¿Qué por qué de repente me entró la nostalgia y les hablo de mi amor platónico (ni tan platónico) por los tamales de Don Paco hace miles de años?

Elemental, mi querido Watson. Porque hoy es el día de la Candelaria y que estoy a diez mil kilómetros de distancia de mi México, lindo y querido y que supuestamente hay que comer tamales (aunque aquí en Francia el día de hoy se comen crepas) y que no tengo tamales. Ni sé como prepararlos, ni en mi casa se prepararon nunca, porque siempre, desde que me acuerdo, le compramos los tamales al susodicho señor Don Paco.

Mi máximo placer, como ya se dieron cuenta, era escuchar por la tarde-noche la linda voz de Don Paco que gritaba en un principio ¡TAMALEEEEEES! ¡YA LLEGARON LOS TAMALEEEES! Digo en un principio, porque muy pronto cambió su voz por una grabación que se oía a kilómetros de distancia y qué decía así exactamente:

– Acérquese y pida sus ricos tamales Oaxaqueños.

– Hay tamales Oaxaqueños.

– Tamales Calientitos.

Y así, una y otra vez. No le pongo signos de exclamación porque justamente, no era una exclamación. Era una voz completamente monótona y sin ninguna expresión que repetía esas tres frases sin parar.

Pero que para mis oídos sonaban a gloria.

No sé por qué, dentro de mi ingenuidad de niña y adolescente, pensaba que esa técnica era única a Don Paco. Qué era un cassette hecho en casa y que como no le sabía bien a eso de la grabación pues le había quedado horrible. Nunca me atreví a decirle nada. Es más, hoy que vivo lejos puedo confesarles que más bien lo que pensaba era que teníamos suerte de vivir en Echegaray, en dónde había un señor que vendía tamales.

Cuando mi mamá se cambió de casa a la Colonia del Valle y que fui a visitarla años después me di cuenta de que no solo Don Paco no era el único vendedor de tamales de la Ciudad, si no que además TODOS los vendedores de tamales tienen, desde entonces, la misma grabación espantosa, las mismas bicis y el mismo sistema de venta. ¡Qué fraude! Y yo que esperaba con impaciencia los tamales únicos de Don Paco…

No crean que le compraba siempre, no. Eso hubiera sido catastrófico para la economía familiar y para el peso de esta, su servidora. No…le compraba cuando ya no podía más del antojo y entonces me tenía que poner muy lista.

Podía haber dos situaciones y las dos empezaban igual, ahí el problema:

1- Oía la grabación a lo lejos. Y entonces salía lo más rápido posible. Don Paco venía entrando a mi calle. Uff. Solo quedaba esperar.

2- Oía la grabación a lo lejos. Y entonces salía lo más rápido posible. Don Paco ya iba al final de mi calle. Uff. Solo quedaba correr.

Y gritar como una loca. Cosa que no quería decir nada, porque Don Paco estaba entre sordo y aturdido con su grabación y nunca me oía. Pues si, quién se puede imaginar escuchar esa voz de ultratumba una y otra vez a un volumen tal que se oye a kilómetros de distancia…¿se imaginan? Una pesadilla…

En fin, todo eso para decir que a veces lo alcanzaba y a veces no.

Por eso eran tan preciados, ¿ya entienden?

Cuando sí lo alcanzaba mi cena era un manjar. A parte del que me comía ahí, en vivo y en directo, siempre comprábamos varios. Mis hermanos y mi mamá gritaban por la ventana lo que querían: de mole, verde, rojo, de elote, de rajas. Con pollo o con carne de cerdo. Y por supuesto los de dulce. Una delicia… quitar una a una las hojas de platáno (o de maíz, porque aunque su lema decía tamales oaxaqueños, no eran los únicos que vendía) y descubrir esa masa bien suavecita, pero firme a la vez, con bastante carne y salsita bien picosita. Y los de dulce sin tantas pasas, bien rositas y nada empalagosos. Nada más de acordarme ya se me hizo agua la boca…ya ven…quién me manda….

Y cuando no lo alcanzaba…pues quedaba aguantarse el antojo…O…

Esperar a ver si oíamos el silbato del señor de los camotes…

Pero esa es otra historia.

¡¡FELIZ DIA DE LA CANDELARIA!!

candelaria2