Doña Irene se levantó muy temprano. Se incorporó. Se sentía como una niña a punto de tener un juguete nuevo. Emocionada y nerviosa a la vez.
Le aguardaba un largo camino, así es que se arregló y se puso en marcha. A pesar de su edad se movía al ritmo del viento, que no soplaba tan despacito…
Llegó al lugar de la cita temprano. Normalmente no le gustaba ser la primera, pero ese día estaba tan contenta que se puso a tararear su canción favorita mientras esperaba.
Poco a poco, todos los que iban a San Benito fueron llegando. Amigos, conocidos, jóvenes, niños y hasta varios bebés se alistaban.
Cuando estuvieron listos comenzaron el gran viaje.
Al principio todos platicaban, cantaban, contaban historias. A doña Irene le encantaba escuchar los cuentos de todos, cada quién tenía su especialidad.
Al acercarse al pueblo, cada uno iba tomando su propio camino. Algunos se quedaban en las afueras, cerca del llano; otros, en algún rancho y algunos más entraban hasta el centro.
Ese fue el caso de Irene. Concentrándose, se dejó llevar por la fragancia de los suyos: una mezcla del perfume de las flores más deliciosas con el amor, la ilusión y la esperanza de su familia.
Muy pronto vio las luces que la guiarían hasta ellos. El camino de pétalos de cémpasuchil llegaba hasta la calle, e inmediatamente supo que había llegado a su destino.
Se acercó muy despacio, para no asustar. Por la ventana vio a su amado esposo, Javier, a su hija, María, a Ramiro, su yerno y a Juanito, su nieto. Los cuatro rezaban juntos y esperaban tomados de la mano, como cada año.
Nada podría hacerla más feliz que ese momento. Poder verlos, tocarlos, hablarles. Tenía esta oportunidad solo una vez al año y pensaba disfrutar cada segundo.
Sintiendo que ya no podía más, entró a la casa. Al instante, todos dejaron de respirar. La paz y tranquilidad que se sentían en el ambiente en ese momento eran totales. Sabían que había llegado.
Se acercó a ellos y sin decir palabra, los abrazó muy fuerte, con todo el amor que traía guardado desde hacía un año.
Podrían haberse quedado así, entrelazados, pero las ganas de festejar y la felicidad que sentían todos hicieron que se separaran y pasaran el resto de la noche riendo, cantando y celebrando la vida y la muerte que esa noche eran una misma.
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El niño habla con determinación. No se alcanza a oír lo que dice pero se ve que tiene una conversación animada. Se ríe.
Solo que frente a él no hay nadie.
O eso dirán los escépticos. Porque los otros, los que creen, esos, pueden escuchar y hasta ver claramente a una abuela platicando con su nieto, en el cementerio:
-Te lo dije, Juanito, te dije que los jóvenes de ahora ya no son románticos. Cántale, ya verás que eso sí funciona. Llévale serenata y te prometo que cae redondita.
-Chale abue, ya ves como eres…¿Qué, a ti si te cantaba mi abuelo?