Sin agua

¿No les ha pasado nunca que se levantan y se dicen a sí mismas: hoy va a ser un gran día. Luego se bañan, así, bien rico, con agua bien calientita. Le untan harto jabón al estropajo, de ese que huele delicioso, como a rosas recién recogidas del campo. Se toman su tiempo para enjabonarse, hasta se hacen masajito en las piernas, en los brazos y demás partes del cuerpo. Están todas llenas de espuma por todos lados y de repente, de la nada, se les va el agua?

¿No? Pues eso me pasó ayer y créanme que fue horrible. Ahí estaba yo en medio de mi regadera toda enjabonada gritando como una loca ¡Ey! ¡Alguien! ¡¿Quién diablos le apagó al agua?! ¡¿Qué pasa?! Obvio, sin obtener respuesta, pues claro, si vivo sola. Y en eso que me viene un flash back y me veo a mi misma entrando a mi edificio, viendo un papel pegado en la entrada, así bien grande y leyendo que decía: Estimados habitantes de este edificio (o algo por el estilo): Por este medio les informamos que el día de mañana, martes 25 de abril de 2023, no habrá agua de 10-12 am, debido a que vendrán a limpiar el tinaco. Gracias por su comprensión. 

¿Gracias por su comprensión? No manchen, a las 10:30 de la mañana, enjabonada de pies a cabeza, no había comprensión alguna. Mi mente pedía venganza. Así es que como pude me medio quité el jabón con las manos y luego con una toalla y ya medio seca me envolví en ella y corrí hacía la ventana del cuarto de atrás, ese que uso como bodega, o como oficina, o como cuarto de visitas, dependiendo de las circunstancias, y que da al estacionamiento, de donde se ve la azotea del edificio y una parte de ese bendito tinaco. Una vez ahí, la abrí, me asomé y con todas mis fuerzas grité: ¡a quién se le ocurre limpiar el pinche tinaco a esta hora cuando hay gente que trabaja! ¡Existe gente limpia! ¡Qué tienen en la cabeza! ¡¿No podían escoger otro momento?! ¡Se pasan!

Y en eso que se asoma uno de los trabajadores. Yo ahí envuelta en mi toalla y él… ¿cómo decirles? Un adonis. No lo alcanzaba a ver muy bien porque mi edificio tiene 7 pisos y yo vivo en el segundo, y pues se imaginarán que ver claramente a alguien hasta la azotea, estaba medio complicado, sobretodo que no veo de lejos sin mis lentes y por supuesto que no los traía puestos. Pero ya con oír su voz me bastó para saber que estaba a punto de meterme en grandes problemas.

  • Señorita, lo siento, de verás. Se les informó desde hace varios días que hoy no habría agua en el edificio. ¿No vio el papel que pegamos en la entrada?

Era la voz del locutor de radio que amaba con todas mis fuerzas cuando era una adolescente: la de Toño Esquinca, de Toño Esquinca y la muchedumbre, ¿sí saben de cuál programa hablo? Sin conocerlo, su voz me habló en sueños durante años, diciéndome las cosas más sensuales. Su voz me llevó al paraíso y de regreso y ahora me hablaba directamente desde la azotea de mi edificio. 

  • No joven, no vi ningún papel, le contesté con voz medio temblorosa de los nervios (además de que no estaba dispuesta a aceptar delante de él que si lo vi y que tengo una memoria de chorlito y que por supuesto que cuando lo leí ni me fijé bien en la fecha, ni en la hora, ni le di importancia alguna). Pero bueno, si usted dice que lo anunciaron pues será cierto. Le creo. ¿les falta mucho para terminar?

Claro que lo que quería en ese momento era seguir escuchando esa voz entre ronca y sexy que tanto me gustaba.

  • Una media hora. Pero no podrá utilizar el agua hasta dentro de unas dos horas.
  • O sea, que ustedes se van en media hora, o hasta dentro de dos horas, no me quedó claro joven (lo único claro es que yo quería seguir escuchando esa melodiosa voz).
  • Pues mire, nosotros nos vamos dentro de unos 40 minutos. 

Cuarenta minutos. Poco tiempo para elaborar un plan macabro y poderlo llevar a cabo. Plan que incluía poder terminar mi limpieza y arreglo personal, vestirme como una diva y estar enfrente del edificio a tiempo para poderle ver la cara a mi nuevo galán.

Cerré la ventana sin contestarle. Cogí mi celular y rápidamente le marqué a la Mari, que vive a dos edificios del mío. Mari es mi amiga con la que hago zumba . O más bien, ella es la maestra y yo, pues voy a sus clases. La conocí porque fue a dejarnos unas tarjetitas al salón y pues me dije que por qué no. Me hacía falta hacer ejercicio y resultó que somos vecinas, pues que mejor. Da sus clases los lunes de 8 a 10 en la sala de su departamento, así es que ni excusas podía poner, puesto que los lunes descanso. Mueve todos los muebles y en el cacho que queda nos instalamos. Tiene muy buenas coreografías, la verdad. La última que nos puso fue la canción esa que la Shaki le escribió al Piqué. Nosotras bien empoderadas la cantamos bien fuerte al tiempo que hacemos los pasos. Tanto nos emocionamos que el otro día el vecino de abajo de la Mari vino a mentárnosla. Estaba no furioso, lo que le sigue. Que si pinches viejas locas ya me tienen harto todos los lunes con su desmadre. Que si ahora si se pasaron de lanzas con su coro: parecen hienas en celo… Que si ya lo estoy pensando y ahora si te pongo una demanda, vas a ver. No, bueno, les juro que nos dijo de todo. 

Por suerte me contestó luego luego y en cuanto le expliqué la situación me dijo que por supuesto, que podía usar su baño. Así es que me puse unos pants, y unos zapatos tenis. Metí mi ropa y mi maquillaje en una bolsa y salí en friega.

Para esto con todo el rollo de la voz angelical del güey este obvio se me salió de la cabeza de chorlito que tengo que tenía que estar ya en camino para ir a chambear. Y que mi primera cita ese día era la señora Rosalía, que es bien especial y siempre quiere que la atienda temprano para estar lista y preciosa para ir a su clase que toma en el Museo de Antropología. Una clase para señoras nice en dónde disque aprende mucho sobre la historia de México y las culturas prehispánicas. ¿Para qué necesita ir peinada como si fuera a una fiesta en Palacio Nacional? No sé, lo único que a mi me importa es que se vaya encantada para que me de una buena propina y claro, regrese. 

Y más que todo eso para que hable bien de mi a sus conocidas y amigas. Tipo que cuando le digan en el Museo que ay, qué guapa te ves Rosalía, me ENCANTA tu peinado, ella pues luego luego les de mi nombre y el nombre del salón y así tenga yo cada vez más clientas de alto standing.

Digo eso no por ser mamona, la neta. Pero sí acepto que esas señoras pudientes luego cuando las tratas como reinas y les gusta tu trabajo son bien espléndidas con sus propinas. Lo único malo es que luego cuando vienen seguido te empiezan a contar sus vidas, así como si estuvieran en terapia y te vas enterando de cada cosa…No digo que no me guste el chisme, me fascina. Pero luego es complicado cuando me toca peinar justo a la persona de la que me acaban de hablar y ella me cuenta su versión de la historia, pero yo me se otra…¿si me explico? Cómo hacer para que no se de cuenta… porque eso sí, de mentirosa tengo muy poco. O sea, sí soy, pero mala…como que no se poner cara de sorpresa, así como de WTF cuando no estoy sorprendida… 

En fin, que en eso no estaba pensando en ese preciso momento, porque como les digo, en ese momento en que corría a casa de la Mari no me había acordado todavía que tenía que estar camino al salón.

No, sólo podía pensar en que en 40 minutos iba a conocer al hombre de mi vida. Llegué a casa de la Mari sin aliento. De tanto apurarme sentía que no podía respirar correctamente, pero no le di importancia. Toqué el timbre y en cuanto se abrió la puerta entré al edificio y en chinga me eché los tres pisos por las escaleras (no había de otra, de todas maneras la Mari no tiene elevador). La puerta estaba abierta, así es que sin más, entré gritando: 

  • ¡Mari, soy yo, me URGE usar tu baño porfis!

Mari me contestó desde su cuarto que sí claro, que pasara y que me había dejado ahí una toalla.

  • Perdóname que no salga, amiga, pero ando en friega, me tengo que ir a la chamba, ya se me hizo tardísimo. Estás en tu casa. Cuando termines cierra porfa, solo le tienes que poner el seguro por dentro a la puerta.

Ahora que les platico me doy cuenta de que eso que me dijo era claramente una señal de alarma para que yo me dijera a mi misma, wey, tu también tienes que chambear, que esperas… pero, como ya dije, mi cabecita no daba para tanto mientras me desvestía, me metía a la regadera, y, ahora sí, podía bañarme como dios manda. 

Para no hacerles el cuento largo, me vestí, me arreglé el pelo, me maquillé y estuve lista en un santiamén. Cuando salí del baño vi que la Mari ya se había ido. De su cocina salía un olor a café recién hecho que no pude resistir. Por suerte todavía quedaba un poco en la cafetera así es que con su permiso me serví una taza y de la bolsa del pan dulce saqué media concha que quedaba, que aunque ya estaba medio durita todavía estaba comible. En seguida procedí a chopear la concha en el café y cinco minutos después estaba cerrando la puerta y regresando, lista para el éxito.

Cuarenta minutos exactamente después llegué a la puerta de mi edificio. 

Me paré en la calle tipo estaba aquí por casualidad, obvio, para que no se dieran cuenta cuando salieran de que los estaba esperando

Cuarenta y un minutos exactamente después de llegar a la puerta de mi edificio, sonó mi teléfono. 

Cuando vi quien era casi me da el soponcio. Mi memoria regresó a mi completita y me cayó por fin el veinte de lo que les he dicho ya varias veces, y que en ese momento no recordaba: eran las 11 y 20 minutos. Hacía veinte minutos que la señora Rosalía me estaba esperando. Y no estaba lo que se diga así, súper contenta.

  • ¡No manches Meche, te pasas! Espero por ti que tengas una excusa nivel Dios. La señora Rosalía está que echa chispas.
  • Ay Dios, te juro por esta que se me salió de la cabeza por completo. Dile que voy para allá, que estoy en 10 minutos, y que por supuesto el peinado será gratis por el inconveniente. Me quedé sin agua y fue todo un desmadre, Luchis. Porfis, de verdad, dile que lo siento. Voy corriendo.

Sin pensar más nada, di media vuelta y lo más rápido que pude llegué al metro. Por suerte queda justo en la calle de atrás de la mía y por suerte, sólo son cinco estaciones hasta el salón. Ya en el andén, me acordé del por qué se me había hecho tarde y no pude más que sonreírme a mi misma. Una de esas sonrisitas tímidas medio tristonas…entre azul y buenas noches.

A esa hora no hay tanta gente, así es que decidí meterme en la parte mixta, no tenía caso desgastarme caminando de más hasta los vagones exclusivos para mujeres.

Entre al metro en modo autómata. No me fijé que se me había caído mi sweater que traía colgando. Ni vi a un chico en uniforme de trabajo recogerlo. Ni lo vi venir hacía donde estaba yo sentada. Lo único de lo que me enteré, es que. en ese segundo, mi vida entera dio un giro. No había duda, era esa voz la que clarito me decía:

  • Señorita, disculpe, creo que se le cayó esto.

Continuará…

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Noirmoutier

Esa que se ve de lejos. Sí, la que camina unos metros atrás de los demás, que se pregunta qué está haciendo ahí, vestida con un rompe vientos amarillo y botas de plástico. La que se resbala cada dos minutos al caminar entre fango, algas y piedras y que no entiende cómo puede estar paseando en pleno Océano Atlántico, donde normalmente debería haber agua y peces, pero no hay, esa, soy yo.

Desde dónde estoy se ve todo.

Estamos en octubre. Es mi segunda vez.

Llegamos anoche. Hubiera querido estar en otra parte. O aquí, pero solos los dos, como la primera vez. Como ese fin de semana de mayo. Un mes después de mi llegada a Francia. Venimos en tren. Me pareció llegar al paraíso. Las casitas blancas con persianas de madera pintadas de azul. Las flores, las callecitas…El castillo que parecía salido directamente de una película. La iglesia. El puerto. Y la casa en pleno centro. Una casita minúscula. Para los dos. Con el jardín más lindo que he visto. Esa pared de piedras con flores colgantes y ese árbol. Fin de semana perfecto. Dos enamorados en Noirmoutier.

Esta vez estamos todos. Amigos solteros y en pareja. La casita diminuta y tan romántica se convirtió en campamento de verano. En lugar de hacer el amor por la mañana vamos por el pan para todos. Y a pasear.

Afuera hace frío. Todo está gris. Las flores de mayo han desaparecido. Y con ellas el mar. Podemos caminar kilómetros mar adentro. Es la gran marea. Ellos parecen estar pasándola bomba. Yo no. Nunca había visto un espectáculo tan desolador. El mar sin mar. Me quedo atrás y nadie se da cuenta. Igual mejor. De todas formas no entiendo nada de lo que dicen. Estoy triste. Y extraño a mi México. Al sol. A mis amigos, a mi gente.

Resbalo varias veces y me caigo. El olor penetrante a algas y yodo me marea. Decido regresar. El viento helado no me deja avanzar. Quiero desaparecer.

Por fin Olivier voltea y ve que no estoy. Me sigue corriendo tranquilamente como si estuviera en un campo de hierba fresca. Quiero desaparecer todavía más. Lloro. Nos abrazamos. Odio Noirmoutier en octubre.

Desde dónde estoy se ve todo.

Primavera, Otoño.

Primer verano. Mi francés es todavía bastante mediocre, pero me defiendo. La casita se transforma en casa de vacaciones familiares. Olivier y yo dormimos en una cama sencilla, en un cuarto al que llegas una vez que atraviesas la habitación en la que duermen sus papás (el mismo que fue nuestro nido de amor en mayo y nuestro camping en octubre). En realidad hay literas. Da igual. Ni de chiste dormiremos en camas separadas. Ambiente romántico: cero. Ambiente familiar: especial.

Noirmoutier se vive. O más bien, la familia francesa vive Noirmoutier. Visten Noirmoutier, comen Noirmoutier, de alguna manera se transforman en Noirmoutier. Siempre guardando horarios, eso sí.

Me explico.

Reglas básicas:

Primera. No usar el coche en Noirmoutier: Todo se hace en bici. Entre más “vintage”, mejor.

Segunda: Vestir estilo Noirmoutier: Usar ropa de marinero: los zapatos, los pantalones, sin olvidar las camisetas a rayas, los rompe vientos, las botas de plástico, etc.

Tercera: Los martes y los viernes por la mañana, todos al mercado. Por supuesto, comprar sal de Noirmoutier, papas de Noirmoutier, de las chiquitas, las que vienen en una caja de madera con letras verdes, que son las buenas. Y pescado, para asarlo a la plancha. Sardinas y caballa. Por supuesto, la “salicorne”, una especie de plantita verde que crece al lado de las salinas y se come en vinagre, como pepinillos. No olvidar la brioche de Vendée, importantísima para el desayuno. Untarle a la brioche mantequilla hecha con sal de Noirmoutier, claro está.

Cuarta: Nunca poner música en el jardín. O si lo haces, poner el volúmen lo más bajo posible. Estamos en comunidad y hay que respetar a los vecinos.

(Solo los del camping cercano tienen derecho a compartir su música súper fuerte con el resto de los habitantes de Noirmoutier. Todos los jueves y viernes por la tarde oyes al señor con su micrófono invitando a todos a participar en el concurso de “mejor balarín del camping” o “Miss camping”, entre otros. Ese ruido, extrañamente, no les molesta. O no sé…igual ya se acostumbraron).

Quinta: Un verdadero conocedor, nunca camina por las calles. Domina los caminos a través de las salinas, o cerca de la playa. No importa si se toma más tiempo para llegar a destinación, estamos de vacaciones.

Sexta: En Noirmoutier no hay alberca, para bañarse está el mar. Pequeña precisión: el agua está a máximo 20º grados centígrados. O lo que es lo mismo: ULTRA HELADA, pero refrescante, diría la familia francesa: «Ça fait du bien». Playas hay de dónde escoger, estamos en una isla. Ir al mar por la mañana, o por la tarde. Nunca todo el día. Para evitar la multitud, ir por la mañana, pero regresar a tiempo para comer a la casa. Si es por la tarde, ir a partir de las 5:00 p.m., pero regresar a tiempo para cenar a la casa.

Séptima: Después de cenar, todos al Café Noir a tomar algo. De ahí regresar a la casa, o ir a bailar. Depende.

Cuando digo todos, son todos. En verano en Noirmoutier no estamos solos. Además de la familia francesa están los amigos, los primos, los vecinos…todos. La casita minúscula siempre está abierta. Entra y sale gente todo el día. Perece hecha en boligoma. Se estira y se agranda según la cantidad de personas que vienen a visitar. En la ciudad nunca se atreverían a llegar sin invitación. En Noirmoutier, si. Aunque claro, no a la hora de la comida o la cena. Esos son momentos sagrados. Máximo se toman un aperitivo, platican un ratito y se van.

Octava: Amar Noirmoutier, es amar las actividades marítimas. Por lo menos la pesca (a pie o con la red, según la marea) y la vela (navegar es indispensable, desde chiquitos).

Novena: Si quieres evitar ser atacado salvajemente por miles de bestias voladoras que te devoran sin piedad, usar ropa de manga larga y pantalones para estar en el jardín por la noche. Sobre todo una vez que se va el sol. En Francia también hay mosquitos…y muchos.

Confieso que pude sobrevivir saltándome algunas reglas básicas. Por lo menos al principio. Con eso de que soy «la extranjera» o «la novia mexicana de Olivier» ese primer verano me salvé de vestirme de marinera.

Pero sí que navegué. O hice el intento. Por lo menos me subí al velero.

OK. me bajé cinco minutos después. No es mi culpa si me mareo luego luego…

Cómo nadie se quiso bajar conmigo (lógico, en la familia francesa todos son verdaderos marinos), pude visitar la isla como una turista y conocer el Castillo.

Desde dónde estoy se ve todo.

La noticia nos llegó de repente. Ya no más casita que se moldea al gusto del cliente. Ya estamos casados y supongo que los suegros piensan en sus nietos.

-No cabemos todos. Siempre es un relajo. Queremos una casa más grande.

Nos costó encariñarnos. La nueva casa nos parecía impersonal. Sin vida propia. En lugar de jardín con pared de piedras con flores colgantes había una selva.

La viejecita que vivía ahí se había quedado viuda y deprimida. Se fue dejando todas sus pertenencias. Muebles, artículos de cocina, cubiertos, vasos, platos, etc.

Lo que hizo que mucho tiempo hubo todo en doble.

La nueva casa está más cerca de la playa, pero más lejos del centro.

Lo que hizo que me perdiera no se cuántas veces antes de encontrar mi camino de regreso. Porque para ser sincera, la regla básica número cinco, nunca la he podido aplicar cómo se debe.

Cuando estoy acompañada todo bien. Pero yo sola ya cambia la cosa. Acepto que soy despistada (los que me conocen sabrán perfectamente de lo que hablo…), pero créanme cuando les digo que todas las calles se parecen en Noirmoutier. Pues sí. Si todas las casas están pintadas igual…Y todos los caminos son idénticos. Por todos lados hay salinas y campos de papas. Y playas. Claro, estamos en una isla.

Así es que nada. Tampoco nos íbamos a quejar demasiado. Ya bastante suerte tenemos de poder disfrutar de una casa en la playa como para que nos pusiéramos difíciles.

Matéo tenía un mes la primera vez que vino. Paola y Luca casi igual. A seguir los pasos de su padre y de su abuelo. A respirar Noirmoutier.

Para ellos la casa nueva es “la casa de papi y mamie de Noirmoutier”.

Cada verano la misma pregunta.

-¿Vamos a ir a Noirmoutier este año?

Si la respuesta es sí, todo bien. Si la respuesta es no, son caritas tristes durante varios días.

El único destino que prefieren a Noirmoutier es México. Pero esa es otra historia…

Y cada vez que vamos:

Marea alta. O lo qué es lo mismo, ¿podemos ir a pescar papá?

Marea baja. O lo qué es lo mismo, ¿podemos ir a pescar papá?

Desde chiquitos entendieron la diferencia.

No tuvieron que pasar por el bochornoso momento (aunque todo sucedió en mi cabeza, fue bochornoso igual) de llegar al puerto en plena marea baja y preguntarme ¿qué curiosa situación…cómo diablos hicieron para poner los barcos ahí…en pleno fango? Y no decir nada a nadie porque a todos les perece lo más normal. Y cinco minutos después captar que simplemente es marea baja y nunca había visto el fenómeno tan marcado y entrar en un ataque de risa nerviosa yo sola mientras todos los francesitos me ven cómo: ¿Estás bien?

Estoy bien. Más que bien.

Desde dónde estoy se ve todo.

Los momentos inolvidables entre papá e hijos. Porque cómo bien se imaginan, no hay lugar en el mundo en dónde Olivier se sienta más cómodo. Realmente en casa. El y los niños pueden pasar todo el día fuera viviendo aventuras (y bueno, sí, a veces participo yo también…no crean…).

Y regresar con una cubeta llena de pececitos ya medio muertos para comerlos. Porque eso sí, nada de matar por matar, si no es para comer, se regresa al agua.

O llegar contando historias de todos los cangrejos, conchas y diferentes criaturas maravillosas que encontraron y soltaron.

O pasar el día entero paseando en bici. Recolectando moras.

O simplemente quedarse en el jardín. Jugando ping-pong. Viendo comer a las cochinillas de india, comiendo tomates directamente de la planta, leyendo…

Parada en mis recuerdos puedo verlo todo. Ayer, cómo si fuera hoy. Yo novia, yo casada, yo mamá.

Noirmoutier: Tantos sentimientos encontrados.

Sentimientos…y tiempo. Para ser.

Simplemente.

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Extracto de una vida -3

Esta es la tercera parte (o primera, depende en que sentido lo lean…) de Extracto de una Vida. La subí al último porque en un principio no pensaba compartir en el blog más que el pedacito del supermercado en dónde Valentina se acuerda de la carta del abuelo.

Después decidí compartir otras dos partes; aunque este es un proyecto mucho más largo que algún día verá el día fuera de este blog, me pareció divertido compartir un poquito de esta historia, qué tiene un poco de la mía, sin ser mía, con ustedes.

¡Aquí les dejo entonces, la tercera (o primera) parte de Extracto de una vida y no se pierdan próximamente más aventuras de Valentina, esperen noticias!

Extracto de una Vida -3

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El pasto está en su punto. Fresquito, verde, frondoso. Todo indica que es el momento. Alguien grita: ¡Preparados, Listos, Fuera!

Me lanzo a la carrera. Mi cuerpo liviano de niña de ocho años da vueltas bajo la colina. Qué bien se siente. Voy despacio, agarrando vuelo poco a poco, giro y giro sin parar. Veo el cielo, luego nada, luego el cielo. Cierro los ojos y voy cada vez más rápido, más, y más rápido. Creo que voy ganando, oigo los gritos de los otros niños cada vez más lejos.

Ya casi voy llegando a la meta cuando algo me impide continuar mi camino. Un bulto extraño me para en seco. No veo qué es, solo lo siento.

Tan brusca fue la parada y el susto tan fuerte que no me queda de otra que abrir los ojos.

Pero no puedo. Los tengo pegados. Y me duelen… Y mi cabeza…Todo me da vueltas. Haciendo un máximo esfuerzo logro despegar mis párpados. Abro un ojo, luego el otro. Miro a mi alrededor.

¡Qué colina ni qué nada! Estoy en una cama. ¡Una cama gigante! ¿En dónde quedó el pasto? ¿y mis ocho años? Y lo que me paró en mi carrera no fue un bulto, sino un hombre. Si, eso dije: un hombre. ¡Un hombre desnudo y completamente dormido!

-¡Ahhh!

¡Por suerte que el grito no salió de mi mente, y que el hombre no se despertó cuando le caí encima de golpe!

Me moví lo más discretamente que pude para poder observarlo y meditar acerca de la situación.

No me era desconocido. Ya iba de gane. Pero no podía poner muy claras mis ideas, la cabeza me explotaba, sentía los ojos completamente irritados y me dolía todo el cuerpo.

Respiré profundamente varias veces. Suspiré. Mi aliento era un horror. La champaña del día anterior. ¡Claro! La fiesta de la embajada de Francia. Llegué con Jean.

Y me fui con Laurent.

¡Estaba en una cama enorme con Laurent! Desnuda, apestosa y con la cruda más grande del mundo, al lado de un hombre que conocí el día anterior! No hace una semana, ni unos días, ¡el día anterior!

Me acordé en ese momento del instante en que lo vi en la fiesta, y él a mi. Esa mirada. Nunca antes había visto unos ojos tan oscuros y profundos. Y sus pestañas. Rizadas y larguísimas. Alto, mucho más alto que yo (aunque estamos de acuerdo que no es muy difícil ser más alto que yo…pero él era altísimo, tanto que con todo y mis taconazos no alcanzaba a besarlo como se debe). Delgado, pero musculoso. Cómo de unos 27, 28 años, no sabía, y en ese momento no me importaba.

Se acercó a mi con dos copas de champaña y me ofreció una.

-Laurent. Se presentó. No me dio su apellido.

-Valentina, dije yo. Mucho gusto.

Tenía el acento francés más sexy.

Hablamos de todo y de nada. No entramos en muchos detalles. Ni de trabajo ni de vida privada. Platicamos de la fiesta, de México, de restaurantes, de comida, de viajes…Bailamos. Si, ¡Bailamos! Con lo que me encanta bailar, él bailaba. Y bien. Todo con el mismo ritmo, como una especie de rock & roll. Nuestros cuerpos parecían estar hechos para girar juntos (claro..ahora entiendo lo del sueño y las vueltas en el pasto…). Nuestra sincronización era perfecta.

Me dijo que estaba en el Distrito Federal de negocios, y que se iba al día siguiente.

Ese fue el detalle que cambió todo.

Y que hizo que me encontrara en el problemón en el que estaba metida.

 Porque estar desnuda, apestosa, con los ojos irritados (tipo rojo carmín), el maquillaje corrido y apestando a champaña no era la imagen que quería dar de mi misma, aunque nunca más fuera a ver al guaperrímo que dormía tranquilamente junto a mi.

 Y lo que era peor: No me acordaba de NADA de lo que había pasado en esa habitación aparte de que entramos entre risas y besos y nos rodamos juntos en la cama. Más risas, más champaña. Y luego nada. Hasta el día siguiente. Mi lindo sueño y la realidad…

 Tengo que hablar de la habitación. No sabía ni como se apellidaba Laurent, ni lo que hacía de su vida. Pero eso si, la habitación del hotel en el que se hospedaba estaba espectacular. Empezando por la cama. Que para haber sentido que estaba en una colina dando vueltas y vueltas tenía que estar grande. Y cómoda. Las sábanas eran blancas, como de seda. Y las almohadas. Nunca había dormido con almohadas tan blanditas, pero firmes al mismo tiempo. Algo muy extraño. Luego los muebles. De madera oscura, se veían muy elegantes y la decoración minimalista. El piso era de madera (ya hablaré más del piso…) y la sala de baño…ya la hubiera querido yo para un día de fiesta. No vi la vista, las cortinas estaban cerradas.

No quería que Laurent me viera en el estado en que estaba. Eso era seguro. Pero eso no era lo más grave. No.

El despertador que estaba en la mesita de noche, marcaba las 7:35 a.m.

¡Las 7:35 a.m.!

¡Tenía que salir de ahí cuánto antes!

Así empezó la operación fantasma. Para que Laurent no me viera tenía que ser lo más sigilosa posible.

Me resbalé muy lentamente por las sábanas y me tiré al piso. Pecho tierra. ¡Estaba helado! Reprimí un grito de sorpresa y avancé hasta la sala de baño con la técnica de un soldado que huye de la zona de guerra. Despacito, sin hacer ruido, cerré la puerta. Moría de ganas de hacer pipí. Admiré dos segundos la belleza a mi alrededor mientras estaba sentada en el excusado. Cuando empecé a imaginarme lo que hicimos (o no) en el jacuzzi me forcé a volver a mi realidad, me lavé un poco la cara (lavar, lo que se dice lavar es mucho decir… traía maquillaje contra agua y creo que acabé pareciendo un mapache recién levantado) y traté de encontrar mi ropa.

Cosa que nunca logré.

En la sala de baño, nada.

Iba regresando a rastras a la habitación para buscar cuando Laurent empezó a moverse y a balbucear algo. No se qué, por que en ese momento no hablaba francés. Pero se retorcía en la cama como un gusano y decía cosas.

Entre en pánico. A lo lejos vi una maleta abierta. Me arrastré hasta ella y saqué los primeros jeans y la primera playera que encontré. Me los puse como pude. Ahora parecía un mapache recién levantado envuelto en un costal de papas. Y Laurent pensaría que era una ladrona. Ni modo.

Salí de la habitación sin aliento.

Operación fantasma aprobada.

Pero todavía faltaba lo peor.

Así descalza tomé el elevador rogando no toparme con nadie. Tuve suerte (ya sé, era domingo a las 7:40 de la mañana…).

Llegué al lobby y corrí (literalmente) a la salida del hotel a pedir un taxi.

Me subí en la parte trasera, le di la dirección y me puse a rezar.

El hecho de que no encontrara mi ropa era lo de menos. Tampoco tenía mi bolsa, que aunque no traía nada de importancia, como papeles o dinero, si traía las llaves de la casa.

El taxi me llevó a mi destino en un dos por tres (por más que estuviéramos en la Ciudad de México, a esa hora, en domingo, no había nada de tráfico).

Le pedí al señor que se estacionara a tres casas de la mía y le dije que regresaría a pagarle.

Temblando, toqué el timbre y esperé.

Extracto de una vida -2

La Carta del Abuelo

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Mi hijita querida,

Valentina. Te escribo estas líneas con todo el dolor de mi alma. No soy muy buen hablador, ya lo sabes. Es por eso que prefiero escribirte.

Te quiero mucho nieta mía. Eso también lo sabes. Pero no creo que te imagines cuánto. Y lo difícil que es para mi decir lo que se que, por tu bien, hoy tengo que decirte.

Llevas viviendo conmigo ya seis años. Seis años en los que hemos sufrido juntos, llorado juntos, crecido juntos. Tu y tu hermana han sido la luz de mi vida desde el día que llegaron a esta casa.

La pérdida de tus padres fue una tragedia. Ellos no escogieron irse. Nunca entenderemos por qué ellos. Por qué tuvo que ser así. Fue infinitamente difícil, pero con el tiempo hemos logrado aceptar lo inaceptable. Hemos aprendido a vivir con nuestro dolor, a seguir nuestro camino sin ellos.

Mauricio fue parte de ese camino. Los tres años que pasaste junto a él te sentí serena, en paz. Pensé que seguirían juntos, que se casarían y serían muy felices. Pero me equivoqué, aunque por supuesto que no me tocaba a mi decidir. Esas cosas del amor son así, complicadas, aún más para un viejo como yo, hecho a la antigua.

Desde que terminaste con él te siento desorientada, desequilibrada.

Primero el viaje a Europa, con el que no estaba de acuerdo. Dos señoritas de buena familia paseando solas por el mundo. Les pudo haber pasado cualquier cosa…Recé por ustedes todas las noches. Gracias a Dios regresaron con bien.

Y ahora esto.

Lo que pasó ayer sobrepasa todos los límites.

He tratado de ser comprensivo y lo más abierto posible contigo, pero ayer fue la gota que derramó el vaso.

Pasé la noche en vela, sin tener noticias tuyas. Sé que empiezas un nuevo trabajo y tienes compromisos, lo cual en si me parece muy bien.

Ya la forma en que ibas vestida me pareció muy alocada, pero no dije nada para no molestarte. Entiendo que no te gusta que me meta con tu forma de vestir y trato de respetarte.

Dijiste que irías a una fiesta de la Embajada de Francia y llegarías temprano.

No me imagine que “temprano” significaba al día siguiente a las ocho de la mañana. Y deja tu la hora, el estado en que regresaste.

Me faltaste al respeto a mi, a tu hermana, al recuerdo de tus padres y de tu abuela, pero sobretodo, te faltaste al respeto a ti misma.

No me quiero ni acordar de la imagen que vi cuando abrí la puerta, es demasiado doloroso.

Mi cuerpo y mi corazón no se pueden permitir más malas pasadas.

Aunque hubiera querido tenerte conmigo hasta el día de tu matrimonio, tengo que pedirte que te vayas.

Tienes 23 años Valentina. Empiezas tu vida profesional y al parecer necesitas tu independencia. Te la doy. Es toda tuya.

Puedes quedarte en la casa hasta que encuentres alojamiento, y en cuanto eso suceda, te pido por favor me avises para no estar presente cuando saques tus cosas. Las despedidas no son mi fuerte.

Te querré siempre,

Tu abuelo Javier.

Un domingo

Siguiendo con los recuerdos de mis abuelas, y aprovechando que hoy es domingo, aquí les dejo un relato que aunque corto, no deja de tener un gran significado, y de guardar, muchas, muchísimas historias…

Un domingo

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Las doce y media. Mi mamá me da dinero. Tomo mi bolsa, mis llaves y salgo de casa. Me subo a mi coche; lo arranco. Salgo del estacionamiento y me dirijo al periférico sur de la Ciudad de México. Abro la ventanilla, saco un cigarro y lo prendo. Pongo música en la radio. Después de más o menos veinte minutos salgo del periférico en Barranca del Muerto. Doy vuelta a la izquierda en avenida Revolución y un poco más adelante me paro. Bajo del coche y compro dos pollos rostizados, una bolsa de papas y una de chiles jalapeños. Me subo al coche y continúo mi camino. Cinco minutos más tarde llego frente al edificio. Me estaciono, me bajo y toco el timbre.

-Abuelita, soy yo. ¿Subo o bajas?

La Visita

 

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La visita

La nostalgia no cabe en la fiesta. Solo el júbilo.

Cada año María y Ramiro comienzan los preparativos al alba. La felicidad los invade. Hoy es el día. María se dirige a la panadería y Ramiro va de prisa al mercado. El fresco aire de la mañana le trae de regalo el aroma de las flores. Desde lejos puede ver los colores. Naranja, amarillo y rojo. Y el blanco, para los niños.

Las más frescas son las mejores.

Apresura el paso.

-¿A cómo el cempasúchil, marchanta?

-A diez el manojo, jefe. Está bien bonita.

-Déme cuatro. ¿Y la nube?

 -La nube está a cinco. Llévese también la de terciopelo, baratita. Se la dejo a cinco, igual.

 -Gracias mi seño, me llevo seis manojos de nube y tres de terciopelo, de la roja. Aquí tiene, quédese con el cambio, gracias.

 

Satisfecho, acompañado de la estela aromática más deliciosa, Ramiro sigue su camino. Se detiene un poco más lejos, en el puesto de las veladoras. Compra veinte. Iluminar es indispensable.

Regresa a casa a tiempo y listo para comenzar.

Primero acomoda la mesa. Dos pisos este año. El cielo y la tierra.

Con el papel picado multicolor que prepararon el día anterior empieza la decoración. Juanito trajo las calaveras de azúcar y floreros muy grandes para adornar.

Pone las fotos en primer plano, y dos vasos de agua; el viaje es largo y se llega cansado. Y mucha luz.

La cruz y el camino de pétalos de flores, hasta la calle, para que no se pierda.

María vuelve con el pan. Justo a tiempo. Los platillos están listos. Mole, frijolitos negros y tamales. Sin olvidar los dulces típicos y el tequila, claro está.

El copal y el incienso también toman su lugar. Acompañarán la oración y la espera.

Todo está listo. La familia, llena de ilusión y esperanza, se acomoda alrededor del altar.

Tomándose de las manos, rezan. El ambiente se llena de paz. La festejada está a punto de llegar.

 

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Hace un año que no los veo. No puedo de la emoción. Un año entero es mucho tiempo. La última vez que estuve con ellos Juanito había crecido tanto… Y mi Javier, parecía cansado; cómo lo extraño…Estaban ahí, todos sentaditos, calladitos, como rezando, esperándome.

El camino tomó varias horas. Por suerte no estaba sola. Venía con Don Ramiro, y la Vero. También Eva y la señora Betina. Y algunos otros; éramos un grupo bastante grande. Todos ilusionados, veníamos cantando, me acuerdo. Luego cada quien contaba sus historias, unas tristes y otras bien chuscas, como esa que contó Rosita, de cuando se le salió la gallina del corral y tuvo que perseguirla durante horas, y luego la otra, la del Poncho, que la novia lo dejó vestido y alborotado, esperándola en el altar de la iglesia. Y cuantas otras.

Y ahora habrá nuevos que hagan el viaje, siempre más.

Qué ganas tengo de verlos.

De dejarme guiar por su camino de luz, por el aroma de los pétalos de flores que ellos escogieron, con tanto amor, en los que dejaron plasmado un pedacito de su alma que me acompañará hasta llegar a su presencia.

Y de abrazarlos muy fuerte; y de contarles, y de que me cuenten todo lo que han hecho, que me hagan reír con sus ocurrencias, con sus chistes.

Quiero probar los deliciosos platillos que tanto me gustan, el rico mole, y los tamalitos verdes y de dulce. Y el pan. ¡Y un buen tequila!

Disfrutar la fiesta, como si nada, como ayer, como mañana, como siempre.

Y hacer el camino de vuelta con ellos, que me acompañen, juntitos, platicando, soñando, como si fuera un paseo, pero que no se termina nunca.

 

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No tema. No llore. No sufra.

 Sonría, que estamos de fiesta. Y conviva, que para eso vino. No este triste. Hoy no. Platique, ande, no sea tímido, que ya verá que se le calma el acongojo y le viene la paz.

 Y sobre todo. No dude. Actúe.

 Puede que no vea nada, solo sienta. Con el corazón. Con el alma bien despierta. Solo los que aman de verdad y creen, sienten.

 Y solo los que sienten, escuchan… y hasta ven.

 Si escuchó, creyó, y si no, pues no. Puede que sí, como puede que no.

  

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La casa está iluminada. Bien bonita.

 Vas a ver que te va a gustar, abuelita. Mi mamá se fue bien tempranito a hacer el pan. Y papá trajo las flores más bellas, de colores. Para ti. Yo fui a comprar las calaveritas. Ya el papel picado lo teníamos preparado.

 Ayer hicimos tamales, y mole poblano, que tanto te gusta. Y no abuelita, esta vez no se nos olvidó el tequila, ni las alegrías.

 Mamá escogió una foto en donde sales rete guapa, jovencita. Y otra ya de más mayor, con tu chal azul, ese tan calientito con el que me arropabas cuando era chiquito, ¿te acuerdas?

 Al rato vamos por mi abuelito, que también quiere venir a verte, aunque dice que ya pronto te va a alcanzar, que ya está cansado y viejo. Nosotros ni lo escuchamos, porque bien que todavía está puesto para jugar al dominó los domingos, y la misa no se la pierde. Ya lo verás, ¡todavía falta para que te lo lleves!

Estoy tan contento de verte abuelita, te extraño mucho. Cómo me gustaba contarte mis cosas… A veces todavía lo hago, porque sé que me escuchas, pero no es lo mismo que cuando te tengo enfrente, por eso voy a aprovechar hoy. Ya le pedí a todos que me dejen un momentito a solas contigo, porque ¿sabes? Te tengo que contar algo… No me atrevo ni a contarle a mis papás, luego me regañan, dicen que solo pienso en tonterías, que a mi edad no debería de andar pensando en mujeres. Pero no son pensamientos cochinos, no abuelita, te lo juro. Es algo serio, de verdad. Creo que estoy enamorado. Pero ella no me hace caso. O eso digo yo. Ya guardé la carta que me dio para enseñártela y a ver que opinas. No te vayas a reír, me lo prometes.

No te digo más, lo dejo para esta noche. Ya me urge que llegues y veas qué lindo que quedó todo abuelita, ¡y el festín que nos vamos a dar, te va a encantar!

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Doña Irene se levantó muy temprano. Se incorporó. Se sentía como una niña a punto de tener un juguete nuevo. Emocionada y nerviosa a la vez.

Le aguardaba un largo camino, así es que se arregló y se puso en marcha. A pesar de su edad se movía al ritmo del viento, que no soplaba tan despacito…

Llegó al lugar de la cita temprano. Normalmente no le gustaba ser la primera, pero ese día estaba tan contenta que se puso a tararear su canción favorita mientras esperaba.

Poco a poco, todos los que iban al mismo pueblo que ella fueron llegando. Amigos, conocidos, jóvenes, niños y hasta varios bebés se alistaban.

Cuando estuvieron listos comenzaron el gran viaje.

Al principio todos platicaban, cantaban, contaban historias. A doña Irene le encantaba escuchar los cuentos de todos, cada quién tenía su especialidad.

Al acercarse al pueblo, cada uno iba tomando su propio camino. Algunos se quedaban en las afueras, cerca del llano; otros, en algún rancho y algunos más entraban hasta el centro.

Ese fue el caso de Irene. Concentrándose, se dejó llevar por la fragancia de los suyos: una mezcla del perfume de las flores más deliciosas con el amor, la ilusión y la esperanza de su familia.

Muy pronto vio las luces que la guiarían hasta ellos. El camino de pétalos de cémpasuchil llegaba hasta la calle, e inmediatamente supo que había llegado a su destino.

Se acercó muy despacio, para no asustar. Por la ventana vio a su amado esposo, Javier, a su hija, María, a Ramiro, su yerno y a Juanito, su nieto. Los cuatro rezaban juntos y esperaban tomados de la mano, como cada año.

Nada podría hacerla más feliz que ese momento. Poder verlos, tocarlos, hablarles. Tenía esta oportunidad solo una vez al año y pensaba disfrutar cada segundo.

Sintiendo que ya no podía más, entró a la casa. Al instante, todos dejaron de respirar. La paz y tranquilidad que se sentían en el ambiente en ese momento eran totales. Sabían que había llegado.

Se acercó a ellos y sin decir palabra, los abrazó muy fuerte, con todo el amor que traía guardado desde hacía un año.

Podrían haberse quedado así, entrelazados, pero las ganas de festejar y la felicidad que sentían todos hicieron que se separaran y pasaran el resto de la noche riendo, cantando y celebrando la vida y la muerte que esa noche eran una misma.

 

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El niño habla con determinación. No se alcanza a oír lo que dice pero se ve que tiene una conversación animada. Se ríe.

 Solo que frente a él no hay nadie.

O eso dirán los escépticos. Porque los otros, los que creen, esos, pueden escuchar y hasta ver claramente a una abuela platicando con su nieto, en el cementerio:

-Te lo dije, Juanito, te dije que los jóvenes de ahora ya no son románticos. Cántale, ya verás que eso sí funciona. Llévale serenata y te prometo que cae redondita.

-Chale abue, ya ves como eres…¿Qué, a ti si te cantaba mi abuelo?

-¿Qué si me cantaba? ¡Me canta! Anda, ve por él. ¡Ya verás qué bien le salen las rancheras!